Creo que a estas alturas de septiembre todos estaremos un poco saturados de pozole, mariachis y fuegos artificiales. Para colmo, al menos en el DF, las celebraciones están provocando un caos vial parecido al que causó el “plantón” de López Obrador cuando clausuró la ciudad.
¡Lo que diría la Carlota si viera en que paró el Paseo del Emperador, hoy Reforma! El bulevar está convertido en una fritanguería. En general, las fiestas patrias amenazan con ser una mezcla de mega reventón tequilero, cursilería tricolor y catequesis cultural. Me apena, por ejemplo, la poca atención que se le dio a la gastronomía que es, sin duda, un rasgo de nuestra identidad cultural.
Mis amigos del J.W. Marriott de Polanco advirtieron que, con ocasión del cumpleaños 200 de México, valía la pena prestarle atención a nuestra identidad culinaria. Me sentí muy halagado cuando me invitaron a diseñar, junto con su chef, una carta especial para estas fechas. Se trata, literalmente, de una menú basado en mi novela. Y no es por nada, pero les quedó sabroso.
Les cuento. La idea era presentar los alimentos en su contexto cultural hasta el punto de que, una vez a la semana durante septiembre, habrá “cenas-conferencias” en las que voy platicando de lo que comemos. Es una manera entretenida de conocer nuestra historia. Hago un resumen.
Comenzamos con unas dobladitas de maíz azul con cuitlacoche. Según una leyenda maya, los dioses crearon a la humanidad del maíz. En México, el maíz es versátil y policromo: azul, morado, blanco, amarillo… se puede comer en forma de tortillas y beber en forma de atole. Estas dobladitas, de claro raigambre prehispánico, vienen rellenas del hongo del maíz, un platillo típico del Valle de México.
Luego le entramos a unos panuchos de cochinita pibil. Entre las gastronomías regionales de México, Yucatán ocupa un lugar privilegiado. Es la síntesis de tradiciones mayas con desconcertantes influencias europeas y caribeñas. Al fin y al cabo, en el siglo 19, era más fácil viajar desde Mérida que a la Ciudad de México. La palabra pibil designa una técnica prehispánica de cocción, muy parecida a la barbacoa, en la que se utilizaban hornos de tierra. El achiote, con lo que se logra el hermoso color rojo de condimento, es también prehispánico: una flor que todavía crece silvestre en algunas regiones de Yucatán. El cerdo, en cambio, es una de las aportaciones españolas a la cocina mexicana.
A continuación, sugerí taquitos de tortillas de harina con chilorio de Sinaloa. Cuando México se independizó, su territorio llegaba más allá de California, donde las tribus eran nómadas y, por tanto, con una gastronomía menos refinada. Por ello, la cocina norteña es menos barroca e indígena.
Y para finalizar el entremés, taquitos de pato con salsa de flor de Jamaica. Cuando Hernán Cortés llegó al Valle de México en el siglo 16, quedó fascinado frente a Tenochtitlán: una población situada en la mitad de un conjunto de lagos. Coyoacán, Chapultepec y Tacuba eran poblados ribereños. La cocina mexica dependía de la fauna lacustre: peces, anfibios y aves. Los patos abundaban en los lagos de Xochimilco y Chalco. Todavía en el siglo 19, los vendedores ambulantes ofrecían patos al horno. Los tacos de pato no son una exquisitez afrancesada, sino un platillo que disfrutaba la nobleza azteca. La rosa de Jamaica proviene de África y fue traída por los españoles y los esclavos negros. Sin embargo, la flor se aclimató rápidamente en este país y se convirtió en un sabor imprescindible en las fiestas al aire libre, en la que se servían “aguas frescas”, es decir, aguas de sabores para los días calurosos. “Jamaica” llegó, por ello, a convertirse en sinónimo de kermés.
Después, me “robé” una idea de Alejandro Sada: crema fría de aguacate con trocitos de sandía y unas gotas de tequila. El aguacate es un fruto prehispánico, muy apreciado por los aztecas y españoles. A finales del siglo 18, los mejores aguacates provenían de las huertas del pueblo de San Ángel, situado al sur del Valle de México. La crema fría de aguacate representa el México contemporáneo, donde la afrancesada vichysoisse sirve de pretexto para crear un platillo en el que Europa y México se dan la mano. Está deliciosa.
Como glorioso intermedio, pues huachinango a la talla con guarnición de plátano macho y moros con cristianos. Hasta bien entrado el siglo 20, el trópico mexicano fue temido por los europeos. Pocos españoles se afincaron en aquellas zonas. Los esclavos negros que escapaban de sus amos buscaron refugio en aquellas zonas, cuyo clima, además, les resultaba familiar. El plátano africano se convirtió en un ingrediente tan importante como el maíz.
En las playas, los pescadores vendían producto fresco. Los clientes elegían el pescado “a la talla” del número y apetito de los comensales. Lo usual era comerlo al modo de los pescadores, a las brasas junto a una palapa improvisada, zarandeado, con un poco de salsa.
Los árabes dominaron España durante siglos. Esto se refleja en costumbres gastronómicas e, incluso, en el lenguaje ordinario, como nuestro “ojalá”. Un resabio pintoresco, fruto de esta dominación, es llamar a la mezcla del arroz blanco con frijoles negros: moros con cristianos.
Como plato central opté por un manchamenteles barroco, en el que lo salado y lo dulce se dan la mano. En nuestra mesa confluyen la cocina medieval y la prehispánica, ambas proclives a las salsas especiosas. Este guiso se conoce poco fuera de Puebla, su región de origen. El manchamenteles puede comerse con cerdo o con guajolote, un ave que en los “supers” se llama pavo. El emperador Moctezuma II comía guajolote en salsa roja: el ancestro del manchamanteles, literalmente, un manjar de reyes.
¡Y luego los postres! Helado de Mamey, aunque el helado es, en realidad, un invento chino. Marco Polo llevó la costumbre a Venecia y, de Italia, a través de España, llegó a México. Lo especial de la heladería mexicana es la variedad de sabores. Entre ellos destaca el mamey, otra fruta originaria de México. Después, ya encaminados hacia el coma diabético, pensamos en un dulce de zapote negro con jugo de mandarina. Los cítricos fueron traídos por los españoles. El zapote, en cambio, fruto prehispánico, muy común en las regiones tropicales.
Y, finalmente, dulces de pepita. El mazapán tradicional se hace de almendra. Los Habsburgo, gobernantes de España y Austria, gustaban de este postre. Cuando los conquistadores llegaron a América echaron de menos este dulce. Bien pronto averiguaron que los indígenas preparaban una pasta similar con las pepitas de la calabaza. Esta pasta, endulzada con azúcar, es la base de las figuritas de pepitas.
En fin, siento haber hablado tanto de mi menú. En esta ocasión, yo, que soy tan criticón, dejo en manos de ustedes la crítica. “Con la vara que mides serás medido”, me sorrajó un chef, que se llevó una paliza en esta columna. O lo que es lo mismo, “el que se lleva, aguante”. Lo que sea. Prueben el menú Bicentenario en el Pergamino y van a ver cómo saldrán orgullosos de la comida mexicana. Son los chefs mexicanos, y no el Chicharito Hernández, la esperanza de este país.
Fuente: www.mundoejecutivo.com.mx / por: Héctor Zagal
Publicado por: TuDecides.com.mx
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